Barrosos Casos (1997)

 DAVID WAPNER


Barrosos casos
del inspector
Martinuchi


EL MAQUILLAJE DE LA LUNA (Un episodio de infancia del inspector Martinuchi))

Cierta vez, el inspector Martinuchi consultó un almanaque. Le interesaba la página correspondiente a junio y, en especial, la progresión semanal de lunas. Tenía junto a sí una libreta, en la cual anotó: "Lunes 5, luna llena; martes 6, cuarto creciente; miércoles 7, cuarto menguante; jueves 8, luna nueva." Subrayó luna nueva. "Qué cosa", pensó, "cambian la luna por otra, ¿qué le habrá sucedido a la vieja?" Fue y le preguntó a su padre, Arsenio Martinuchi, quien por toda respuesta le dijo "no te creas eso de las lunas diferentes, siempre es la misma; lo que sucede es que ellos la maquillan y nos las hacen pasar por nueva." "¿Y quienes son ellos?", preguntó el inspector. Y así le respondió su padre: "¿Ellos? ¡Ellos! Ellos son siempre ellos".  El inspector Martinuchi, que en aquel entonces todavía era un niño, quedó muy impresionado con esta explicación. En su libreta de apuntes anotó, "si ellos nos engañan con la luna, que está tan lejos, ¿qué no serán capaces de hacer con las cosas que tenemos cerca? Pero yo ya estoy advertido por mi sabio padre; tendré los ojos bien abiertos"
De este modo, en estado de alerta, el inspector Martinuchi creció.


EL CASO DEL AGUA OSCURA

Eran las tres de la tarde de un día de enero y hacía mucho calor.
El inspector Martinuchi, que caminaba por una avenida del centro, decidió entrar a un bar para beber algo fresco.
Se sentó a una mesa junto a una ventana y llamó al mozo.
--Tráigame una botella de agua mineral sin gas --pidió.
Al ratito, el mozo le trajo el pedido: una botellita de plástico celeste y un vaso.
--Gracias --dijo Martinuchi.
Martinuchi, que a todo esto no se había quitado sus lentes oscuros de sol, vertió la bebida en el vaso.
Algo le llamó la atención y volvió a llamar al mozo.
--¿Qué desea? --preguntó el mozo.
--Algo extraño sucede aquí.
--Usted dirá.
--¿No se da cuenta? El agua está oscura.
El mozo carraspeó antes de responder:
--De ningún modo, señor, está transparente.
Martinuchi miró socarrón al mozo:
--¡Jé! Flor de trampa hay aquí. Algo terrible están ocultando y me veo en la obligación de investigarlo.
Incrédulo, el mozo también rió:
--¿Qué cosa quiere investigar?
Martinuchi de repente se puso serio:
--A ver, mozo, llámeme al dueño del bar que quiero hablar con él.
Mientras el mozo iba a buscar al dueño del local, Martinuchi sacó su grabadora portátil, la probó diciendo "un, dos, tres, grabando", comprobó que funcionaba bien y, a continuación, grabó lo siguiente: "Por alguna razón misteriosa, en este bar venden agua oscura. ¿Le agregarán un chorrito de café? No lo creo. Este agua no huele a café, ¡este agua tiene olor a agua! ¡Y el agua nunca tiene olor! Por lo tanto le echan café aguado. Algo espantoso sucede aquí."
El dueño del bar, el señor Mantelini, se presentó ante la mesa de Martinuchi:
--¿Qué sucede, señor? ¿Algún problema con nuestra mercadería?
Martinuchi, tras guardar su grabadora, señaló el vaso con agua mineral:
--Dígame, ¿de qué color es este agua?
El dueño del bar, enarcando las cejas, respondió:
--Es un agua cristalina, señor.
Martinuchi dió un puñetazo sobre la mesa y dijo, bastante alterado:
--¡Miente, miente y miente! ¡A ver, llame al lavacopas!
Vino el lavacopas. Martinuchi le repitió la pregunta:
--¿De qué color es este agua?
--Transparente, señor.
Martinuchi se puso de pié y, ya salido de sus casillas, gritó:
--¡Mienten! ¡Todos mienten!
Mientras decía esto, hizo un movimiento brusco con su cabeza y sus lentes oscuros cayeron al píso.
Se rompieron en cuarenta y siete pedazos.
Para calmar su rabia, Martinuchi quiso tomar un trago de agua mineral. Cuando quizo hacerlo, descubrió que el agua se había vuelto transparente. Bebió un poco y, sin decir nada --para no levantar sospechas--, pagó y se fue.
Ya afuera, sentado en el banco de una plaza, Martinuchi tomó su grabadora, apretó un botón, dijo "un, dos, tres, probando" y grabó lo que sigue: "He resuelto el caso del agua oscura. El dueño del bar envasó agua teñida con café, para luego venderla como Cafecola. Como vieron que yo me había dado cuenta, hicieron que mis anteojos de sol cayesen y se rompiesen. De este modo, lo oscuro se veía claro. ¡Creyeron que así me engañaban! Pobres de ellos: no hay misterio que se resista a la inteligencia de Martinuchi."
Guardó su grabadora y se dirigió a un bebedero, porque estaba muerto de sed.


El ENIGMA del espejo

El inspector Martinuchi se despertó, como era su costumbre, a una hora diferente de la del día anterior. Esta vez le había tocado a las once y media de la mañana y se sentía satisfecho. Había soñado que había resuelto con su habitual solvencia el misterio de su sueño, lo que le permitió un descanso reparador.
Una vez en pie, se dirigió al baño y se cepilló los dientes, siguiendo con puntillosidad los movimientos que le había indicado su dentista.
Estaba en la mitad exacta de esta operación cuando prestó atención a algo que vio en el espejo. Se trataba de un hombre que se lavaba los dientes frente a él, con un cepillo del mismo color y con el auxilio de una crema dentífrica de idéntica marca a la suya. "¿Cómo habrá entrado aquí, si la puerta de entrada está cerrada con llave?"
Y preguntó:
--¿Es acaso, señor, que compartimos el baño?
El señor no respondió, pero hizo una mímica que correspondía en forma simultánea a sus mismos labios que formulaban sus propias palabras.
--Aquí sucede algo que no puedo dilucidar. Entiendo que esto es un espejo y que el espejo me refleja. Pero si fuese la cosa tan sólo así, entonces sería muy simple. Aquí hay gato encerrado.
Se enjuagó la boca con un buche sonoro y miró por debajo del lavatorio. Luego buscó dentro del botiquín. A continuación abrió y cerró la canilla del bidet. En apariencia, todo estaba en orden. "Si todo anda bien, es que algo anda mal", refleccionó y fue hasta donde estaba el teléfono. Discó un numero y cuando lo atendieron preguntó:
--Hola, ¿me comunica con el inspector Martinuchi?
--Todavía no ha llegado a su trabajo.
Martinuchi colgó y se puso pálido, "¿qué sucede? ¿Será posible que suceda lo que en este instante imagino que sucede?"
Fue hasta su cuarto, sacó la grabadora del cajón de la mesita de luz y tras comprobar que aún tenía pilas, grabó con voz trémula: "Algo sucede con Martinuchi. Por algún motivo hoy no ha concurrrido a su trabajo. Sé muy bien que está en su casa, lo he visto en el baño cepillarse los dientes." Luego de una pequeña pausa, agregó: "Estoy a punto de hacer un descubrimiento que me pone la piel de gallina."
Apagó la grabadora y quedó un minuto en silencio. Luego, se puso de pie y con gran determinación abrió el armario. Allí había un espejo: allí estaba Martinuchi. Luego fue hasta el espejo del aparador en la sala de estar: de nuevo estaba Martinuchi. En la cocina acercó su rostro a la pava de acero inoxidable: allí estaba una imagen deformada de Martinuchi.
--Muy bien --dijo--, ya sé lo que tengo que hacer.
De un estante que había arriba del lavadero tomó un tarro de pintura blanca. Lo destapó y revolvió con una brocha. Como estaba espesa le agregó aguarrás. Cuando estuvo conforme, fue al baño y pintó el espejo. Luego pintó el espejo del armario, el del aparador y la pava de acero inoxidable. Algunas superficies en donde podría reflejarse Martinuchi también las pintó.
--Listo. Martinuchi ya se fue.
Tras guardar la pintura en el estante,  se vistió para salir. Antes, tomó la grabadora y grabó: "Martinuchi por alguna razón no quizo ir al trabajo. Entonces decidió esconderse tras mis espejos, para hacerme creer que era yo el que se reflejaba en ellos. Pero yo lo descubrí e hice que se vaya. Otro caso ha sido resuelto por mí. Nada se resiste a la inteligencia de Martinuchi."
Se guardó la grabadora en el bolsillo y salió, rumbo a su trabajo.


LA TRAMPA DE LA PECERA

El inspector Martinuchi compró una pecera y la llenó con agua de la canilla.
Se quedó dos horas más o menos mirándola en la repisa en donde la había colocado y con algo de fastidio dijo:
--¿Dónde están los peces?
Esperó dos horas más pero los peces no aparecieron.
--No puede ser. El acuario en donde compré la pecera es de confianza. No creo haber sido estafado. Seguro que como yo soy novato en esto debo estar cometiendo un error. Consultaré con el manual de instrucciones.
No había manual de instrucciones.
--Esto sí que es extraño. Cualquier aparato, por más simple que sea, viene con manual de instrucciones. Y la pecera es un aparato bastante complejo.
Se quedó pensando un minuto.
—¡Ya sé! ¡Cómo no me dí cuenta! Ningún pez vive en el agua de la canilla. Necesito agua directa del río.
Martinuchi vivía bastante lejos del río, así que tomó dos colectivos que lo hicieron viajar por casi dos horas.
Llevaba un balde y una cuerda.
Ya en el río, ató la cuerda al balde y, sosteniéndolo de esta, lo sumergió lo suficiente como para llenarlo por completo. Una vez obtenida el agua, la virtió en tres botellas de gaceosa de litro y medio (en la operación se derramó una buena cantidad del líquido), las tapó y con esta carga, que guardó en un bolso de tela, emprendió el regreso a su casa.
Llenó la pecera con el agua de río y esperó.
Transcurridas tres horas, los peces no estaban.
Martinuchi consideró que todavía no estaba todo dicho.
—Supongo, de acuerdo a los resultados negativos que obtuve hasta ahora, que esta pecera está diseñada para peces de mar. En la etiqueta no lo dice —gran falla de los fabricantes—, pero el río descarta al mar y el mar descarta al río. Me parece que tengo que viajar a la costa atlántica. Si hubiese sabido de antemano que era tan complicado criar peces en pecera no me metía en ésta.
Martinuchi preparó un pequeño bolso en donde, entre otros enseres, guardó los envases vacíos de gaceosas y, al día siguiente, viajó a la ciudad balnearia de Miramar.
Ya en la playa, repitió la operación de llenado.
Regresó esa misma noche a Buenoa Aires.
Ya en su casa, volcó el agua salada de mar en la pecera.
Cuando amaneció, Martinuchi tenía los ojos inflamados de mirar fijo y no dormir.
No había peces.
—Algo extraño sucede. El mar está lleno de peces, pero en mi pecera no hay ninguno. Es como si estuviera desconectada... ¡cómo no me dí cuenta antes! ¡Mi pecera no tiene enchufe!
Martinuchi vació la pecera y la llevó al comercio en donde la había adquirido —un acuario situado a dos cuadras de su casa— con intenciones de solicitar un cambio o reparación inmediata.
Explicó al vendedor lo sucedido. Este, un muchacho locuaz y entrador, enmudeció por unos segundos. Luego, y cuando creyó haber hallado palabras adecuadas, dijo:
—Los peces los vendemos aquí.
Martinuchi tragó saliva y se pasó la palma de una mano por su frente. Ensayó una sonrisa y habló con voz quebrada:
—Deme tres, de color naranja.
El vendedor puso los pecesitos en bolsitas de plástico con agua y se los entregó a Martinuchi quien, con la tez pálida como si le hubiese bajado la presión, los tomó y salió del local sin saludar.
—¡Ah, es terrible! ¡He develado el misterio, pero es terrible! —dijo Martinuchi, ya sentado en la mesa de un bar. Sacó de su bolsillo la pequeña grabadora, comprobó que tenía pilas, oprimió las teclas y grabó lo siguiente:
—He resuelto el caso de la pecera. Tras una paciente investigación pude averiguar que una organización mafiosa ha acaparado los acuarios. Su metodología es la siguiente: venden peceras falladas, sin cables ni enchufes. Las buenas, las que sí funcionan, se las guardan para sí y de este modo debemos acudir a ellos a que nos vendan los peces. ¡Ah, ya se les acabará el negocio! ¡Los pondré al descubierto! Nada escapa a la sagacidad de Martinuchi.
Apagó la grabadora y pidió un vaso de agua.


LA NOCHE DE LOS OJOS CERRADOS

El inspector Martinuchi llegó a la plaza Benavídez con el propósito de descansar una media hora.
Había estado trabajando mucho; tenía el cabello despeinado y las medias se le caían.
Buscó un asiento vacío; ni bien lo encontró, se sentó. De inmediato le vino sueño y sintió fuertes ganas de cerrar los ojos. Los párpados le pesaban, casi no podía mantenerlos abiertos.
—Qué extraño —dijo, mientras hacía un gran esfuerzo para no bostezar—; mis ojos, que tienen por función mirar, ahora quieren cerrarse. Si se cierran no miran, entonces, ¿pa ra qué tengo ojos?
Al decir esto, se dio cuenta de algo que lo espantó:
—Ahora que lo pienso: siempre que duermo cierro los ojos. ¡Me han engañado! ¡Mis ojos no miran todo el día! ¡Llamaré a mi mamá!
Se levantó, y sosteniéndose los párpados con los dedos índice y pulgar, fue hasta un teléfono público. Discó los números:
—Cero, seis, tres, dos.
Sonaba la chicharra. Su madre atendió:
—Hola, mamá. Cómo estás. Bien, bien. Bueno, más o menos. No, nada importante. Quería preguntarte algo. No. Sí, sí. No, no. Lo que te quiero preguntar es... sí. No. Bueno. No, decime una cosa: cuando yo nací, ¿tenía los ojos abiertos? ¿De qué te reís? Decime si sí o si no. ¿Sí? Ah, bueno. No. Sí. Algo más; cuando yo dormía, ¿lo hacía con los ojos abiertos o cerrados? ¿Me oiste? ¿Qué te pasa? Respondeme, es muy importante para mí. ¿Que sí? ¿Que qué? ¿Que cerraba los ojos? ¿En serio? ¡Ay! ¡Ay, mamá, qué increible lo que me decís! No, nada. No te preocupes. Chau. Chau. Sí, chau. Chau.
Martinuchi cortó.
Caminó como un zombi hasta la plaza. Buscó el banco y volvió a sentarse.
—Me engañaron. Y si me engañaron, debe ser con alguna finalidad. ¿Cuál? A ver, voy a cerrar los ojos. La plaza desapareció. Ahora, abro los ojos. ¡Oh, la plaza está! Cierro de nuevo: ¡la plaza se fue!  Creo que sospecho lo que sucede. Pero primero voy a ir al médico.
Al día siguiente, Martinuchi concurrió al consultorio del doctor Eildeistein. Eideilstein conocía mucho al inspector, a quien había curado de veintitrés gripes.
Martinuchi le contó su problema. Eideilstein, un viejo médico de barrio, a pesar de su vasta experiencia, se pasó la mano por la frente que comenzó a transpirar en abundancia. Luego de un balbuceo, dijo:
—Señor Martinuchi. Los ojos, por supuesto, y en eso tiene usted toda la razón, son los órganos de la vista. Para eso han sido diseñados. Pero usted sabe, cuando llega el momento del reposo, el cuerpo se relaja y los ojos se cierran. Cuando dormimos, Martinuchi, nos desconectamos del mundo visible. Los ojos se cierran y ya no vemos nada.
—¿Y los sueños?
—Eso es otra cosa. No son el mundo real.
—¿No? ¿En serio? Pero, dígame, doctor, ¿qué sucede con las cosas mientras duermo? ¿Siguen existiendo?
—¡Por supuesto!
—¡Y yo no las veo!
—Por supuesto.
—¿Y hay gente que las ve?
—Claro que sí.
—¿Quiénes?
—Los que permanecen despiertos.
Martinuchi se tapó la boca. Sintió una nausea pero se contuvo. Pagó su consulta y se marchó.
Fue a la plaza y se sentó junto a la calesita. De un bolsito de lana que llevaba en bandolera extrajo su grabadora portátil. Oprimió la tecla "record" y se puso a grabar:
—Me tocó afrontar el caso más espeluznante de mi vida. Y aunque ya lo he resuelto, aún siento que me tiemblan los pulmones. No me quedan dudas de que cuando las cosas se van, entonces  ya no se ven. Cuando no queda nada para ver, los ojos se cierran. Por lo tanto, para que no se cierren los ojos, hay que evitar que las cosas se vayan. Hasta ahí voy bien. Pero lo que ocurre es aún más terrible. ¡Ah, me mareo de sólo pensarlo!
Martinuchi interumpió un minuto para tomar un vaso de agua. Luego, prosiguió:
—Porque las cosas no se van solas, ¡no!: se las llevan. ¿Quiénes son las que se las llevan? Ya lo dijo el doctor Eildeistein: los que se quedan despiertos mientras yo duermo. ¿Adónde se llevan la plaza? ¿Adónde irán con mis anteojos? ¿En qué lugar esconderán mi casa? ¡Ah, que se preparen! ¡No podrán conmigo! ¡Nada se me escapa !
Durante toda la tarde, Martinuchi estuvo de compras. Compró tornillos de diferentes calibres, clavos, tarugos, tacos de madera, piolín, cinta adhesiva y cola sintética. Ya en su casa, se dedicó a atornillar los muebles al piso. Luego, puso todos los objetos y comestibles dentro de cajas, cajones y recipintes. Cajas, cajones y recipientes fueron a su vez atados o pegados sobre mesas o dentro de armarios. Los armarios y puertas fueron clausurados con tiras plástica y masilla.
En estos menesteres estaba Martinuchi cuando el cielo oscureció. Luego, salió la luna.
Martinuchi, muy nervioso, cenó un sandwich y se metió en la cama.
No pegó un ojo en toda la noche.
A eso de la seis y cuarto de la mañana, un rayo de luz se coló en su habitación. A las seis y media ya era de día.
—Todo está en su lugar. ¡Los he vencido! ¡Nada escapa a...!
Su voz cazcada, apenas audible, se interrumpió.
Vencido por el cansancio, se durmió como un niño.


LA TRETA DEL RELOJ

Cierta tarde de verano, el teléfono del inspector Martinuchi sonó por espacio de diez segundos.
Martinuchi estaba al lado del aparato, apoltronado en un sillón de tapizado verde, extraviado en multitud de pensamientos.
No atendió.
Tras cinco segundos de pausa, la chicharra volvió a sonar; Martinuchi, emergiendo de súbito de sus abismos mentales, pegó un respingo. Manoteó con torpeza el auricular y se lo puso en la oreja, pero no dijo nada. Del otro lado, había una voz:
—¿Hola? ¿Martinuchi? ¿Estás allí?
Martinuchi se tapó la nariz con dos dedos:
—¿Quién habla? —dijo con voz nasal.
—Soy Rodario, Martinuchi, ¿estás resfriado? ¿Qué...?
Martinuchi cortó. "Qué extraño", pensó para sí, "cómo se dio cuenta de que era yo." Buscó en su agenda el número telefónico de Rodario, un antiguo amigo suyo, y discó. Rodario atendió enseguida:
—¿Hola?
—Querría hablar con el señor Rodario.
—¿Quién habla? ¿Martinuchi?
Martinuchi cortó de nuevo, "algo anda mal", dijo con alarma, "ni siquiera me anuncié y lo mismo supo que era yo".
El teléfono sonó otra vez; Martinuchi atendió con presteza:
—¡Aquí Martinuchi!
—¡Eh, viejo! ¡Soy Rodario! ¿Por qué me me cortaste!
Martinuchi respondió con parsimonia:
—¿Yo? De ninguna manera. Es la primera vez que hablo con vos.
—¡Ah, Martinuchi! ¡Siempre el mismo!
"Esto me trae mala espina", pensó el insector, "si yo no fuese siempre el mismo, ¿quién otro sería?" No obstante, trató de ser amable con Rodario:
—¿Qué se te ofrece, Rodario?
—Mirá Martinuchi, te llamo por lo siguiente, a ver si me podés ayudar. ¿Te acordás del reloj de mi abuelo?
Martinuchi abrió los ojos:
—La verdad que no.
—Seguro que lo conocés, pero no importa. Te cuento; yo lo tenía guardado en un cofrecito, bajo llave. No obstante, y esto es lo increíble, desapareció.
—¿Cuándo sucediò?
—Hace un rato.
—Ajá.
—¿Podés ayudarme?
El inspector Martinuchi quedó mudo unos instantes.
—Martinuchi, ¿estás allí?
—Sí.
—¿Me vas a ayudar?
—Bueno.
—¿Cuándo podés venir?
—Pasado mañana.
Martinuchi cortó. Fue al baño, se lavó la cara y se peinó; se vistió su saco, guardó en su un bolsillo el grabador, y salió a la calle.
Cuarenta minutos después, tocaba el timbre en casa de Rodario.
—¡Martinuchi, qué sorpresa! Justo estaba por salir. Me dijiste que podías pasado mañana.
—También podía hoy; ¿puedo pasar?
—¡Claro que sí! ¡Adelante!
Conversaron un rato, café de por medio, sentados en un sofá.
—Bueno —dijo Martinuchi, quien durante toda la charla se había mostrado inquieto—, mostrame el reloj.
—¿Qué reloj?
—¿Cuál va a ser? El de tu abuelo.
—¿No te dije que desapareció?
—Por eso quiero verlo; si no lo veo, ¿cómo voy a saber cuál es el reloj que tengo que buscar?
Rodario quedó preplejo; Martinuchi lo tomó de los hombros:
—¡Rodario! ¿Qué te pasa? ¿Te sentís bien?
—Perfecto.
—¿No necesitás un médico?
—En absoluto.
Martinuchi se puso de pie:
—Entonces, ¿por qué me ocultás el reloj
—¿Qué? —alcanzó a decir Rodario, cuyas mejillas iban tomando una tonalidad cereza. Y agregó:
—¡Estás dudando de mí, Martinuchi! ¿De tu amigo Rodario? ¡Te desconozco!
Martinuchi dio un paso atrás. Con una mano se tomó el corazón y con la otra el estómago. Las aletas de la nariz le palpitaron y su boca se abrió con desmesura:
—¿Que me desconocés, dijiste? O sea, que no me conocés. Y si no me conocés, es porque nunca me viste. Y eso tiene una sóla explicación: usted no es Rodario. ¡Ay de mí! Eso lo explica todo. ¡Oh, tengo que irme rápido! Estoy muy impresionado, ¡muy impresionado!
Dicho esto, el inspector Martinuchi se marchó. Rodario, pasmado, no intentó detenerlo.
El inspector caminó sin rumbo durante cuarenta y cinco minutos, hasta que recaló en un bar cercano al barrio de las joyerías. Pidió un cortado y, ya servido éste, tomó su grabador y accionó la tecla "record":
—Hola, hola; un, dos, tres, probando.
Hecha la comprobación, comenzó a grabar:
—He resuelto un caso siniestro. Un farsante se hizo pasar por mi amigo Rodario con el propósito evidente de robarle el reloj de su abuelo. De algún modo averiguó que yo era su amigo y me quizo usar de carnada. Yo, de entrada sospeché de su treta pero me hice el tonto y le seguí el juego. Ya en su casa, lo puse en evidencia y desbaraté su truco: la sagacidad de Martinuchi lo abrumó.
Martinuchi oprimió la tecla "stop", guardó su grabador y se dirigió al teléfono público que había en el local. Discó el número de Rodario y atendió el contestador automático, al cual el inspector dejó un mensaje: "Dígale al señor Rodario que puede sentirse orgulloso de su amigo Martinuchi porque lo acaba de salvar de un robo inminente."
Dicho esto, cortó y se retiró del bar, al cual regresó minutos después para pagar la cuenta.


EL LIBRO DE PALABRAS EXTRAÑAS

Llovía a cántaros en la ciudad y el inspector Martinuchi, que caminaba por la avenida Fiesta Patria Principal, buscó refugio en una librería de viejo.
Se encontró, entonces, en un largo salón, repleto de libros dispuestos sobre mesas y un mostrador al fondo, desde donde un hombre calvo lo saludó con una apenas perceptible inclinación de cabeza.
Martinuchi correspondió el saludo, al tiempo que sus pulmones se llenaban con el olor del papel viejo.
—¿Puedo mirar? —preguntó Martinuchi.
—Por supuesto —dijo el vendedor.
Martinuchi sonrió y se puso a revolver. No buscaba nada en especial, pero en un rincón, en donde se agrupaban novelas, vio un ejemplar que le llamó la atención. Tenía tapa verde de cartón duro y en caracteres dorados podía leerse: Mister Martin, by Richard Ballester. "Mister Martin", murmuró Martinuchi y tomó el ejemplar entre sus manos. Lo estudió durante algunos segundos (comprobó, por ejemplo, que el lomo estaba algo destruido, pero aún así podía leerse Mister Martin, by Richard Ballester); repitió, como un susurro, "Mister Martin", y lo abrió en la página 5

Chapter I

At 8 o'clock in the morning, George Martin arrived to the Liverpool's Harbour, where he was in a harry to board the "King Krimson" ship, which was going to take him to the exotic South America, where he was going to face uncount dangers.[1]

Martinuchi se restregó los ojos, "algo no anda bien", pensó. Volvió a leer desde el comienzo:

At 8 o'clock in the morning, George Martin arrived to the Liverpool's Harbour...

Martinuchi cerró el libro con gran ruido y miró a su alrededor. En la calle la tormenta arreciaba; en el mostrador, el vendedor volvía a sonreirle. "Tranquilo, Martinuchi, todo está bajo control. Debe ser que no te pusiste las lentes", se dijo a sí mismo. Buscó un par de anteojos que guardaba en el bolsillo interior de su saco y se los colocó. Abrio de nuevo el libro, esta vez en la página 137:

As soon as he escaped from the canibals, Mr Martin boarding a thick trunk, got into an unknowned river; there he was infected by the pirañas. Therefor, misguided  and hungry, he was afraid about his own life.[2]

"No puede ser: no entiendo nada. ¿Qué me pasa? Voy a consultarle al librero", pensó. Con paso quedo, casi temeroso, se acercó al mostrador. El libro entre sus manos temblaba:
—Eh, qué tal, disculpe que lo moleste...
—Faltaba más, ¿le interesa ese libro?
—Bueno, yo, no sé... me parece que está fallado.
—¿Fallado? A ver, muéstremelo. Ajá, sí, Mister Martin, una novela de aventuras de un autor no muy conocido; el libro está bien, un poco viejito quizás, pero bien: ¿dónde ve usted la falla?
—¿Cómo? ¿No se dio cuenta? Lea aquí.
El vendedor leyó en voz alta:
—"Now,They both face to face: by one hand, the fierce with his terrible paws and his tasks like daggers and by the other hand, Georg Martin, only having a simple stick."[3] —¿Qué tiene de raro esto?
—Que es incomprensible —la respiración de Martinuchi estaba algo acelerada—, ¡son palabras extrañas! ¡Todo el libro es así! ¡Vea, vea!
Martinuchi comenzó a pasar las ojas del libro con tal vehemencia que casi arranca más de una.
—¡Eh, qué está haciendo! ¿No se da cuenta de que las hojas son quebradizas? Mire, mire, están amarillas.
Martinuchi observó y pudo comprobar que, además, el papel era áspero al tacto. Con cierta aprehensión, quitó sus manos de encima.
—Ya veo —dijo—; este libro está enfermo. Por eso es que habla así. Es como si tuviera fiebre: ¡este libro delira de fiebre! ¡Llame a un médico, por favor!
El vendedor acusó el impacto; apenas pudo decir:
—Señor... ¿nunca vio un libro escrito en inglés?
Martinuchi dio un paso atrás; tambaleó y casi cae de bruces. Quiso gritar "¡aaahhh!", pero se mordió los labios.
—Tome, pobre hombre —dijo, con un hilo de voz, y entregó al vendedor una tarjeta del doctor Eildeistein, médico clínico.
Martinuchi huyó de la librería y, ya en la calle, tomó un taxi que lo llevó hasta el Hospital de Clínicas. Allí, sacó turno para la guardia médica y, ya sentado a esperar, extrajo el grabador de su bolsillo:
—Cuando menos me lo esperaba —comenzó así su grabación—, tuve que resolver un caso sanitario. Por una rara casualidad, me topé en una librería con un libro enfermo. Tenía síntomas extraños: color amarillo, aspecto envejecido y sobre todo, altísima temperatura que le hacía decir palabras sin sentido. Tan sólo una comprendí, a medias: Martin. Se lo hice saber al librero pero, ¡ah, qué desgracia!, el hombre se contagió. Víctima él también de la fiebre, comenzó a decir que el libro hablaba en inglés. Era evidente que el librero estaba extraviado. Condolido por su desgracia, le ofrecí una tarjeta del doctor Eildeistein; quien todo lo cura, aunque fuese un enfermo. Yo, por las dudas, me vine aquí, para que me atiendan de urgencia. Todavía me siento bien, pero quién sabe;  más vale ser prevenido y sagaz..."
—¡Número 47! —se oyó.
Martinuchi consultó el suyo: era el 220.

David Wapner
Buenos Aires, diciembre 1996/agosto 1997

























[1]"Capítulo I". "George Martin llegó a las ocho en punto de la mañana. al puerto de Liverpool, en donde se aprestaba a abordar el "King Krimson", paquebote que lo habría de llevar a la exótica Sudamerica, en donde lo aguardaban inumerables peligros." (N. del. T)

[2]"El señor Martin, tras huir de los caníbales,  se introdujo en un río desconocido e infestado de pirañas, a bordo de un grueso tronco. Extraviado y sin víveres, temía por su vida." (N. del T.)

[3]"Ahora, estaban los dos frente a frente: la fiera, con sus terribles garras y sus colmillos como dagas, y George Martin., armado tan sólo con un palo." (N. del T.).